Por
Eduardo Jiménez
http://aragon365.blogspot.com
COMPROMISO DE CASPE Y EL REY FERNADO I DE ARAGÓN
Este trabajo se debe a la Iniciativa del Gobierno de Aragón y
los profesores José Ángel Sesma Muñoz, Carlos Laliena Corbera, Cristina
Monterde Albiac, recogido en su obra:
“En el sexto centenario de la Concordia de Alcañiz y del
Compromiso de Caspe”
Patrocinado por Gobierno de Aragón Edición “on line”
El sábado 3 de septiembre de 1412, en la Seo de Zaragoza,
Fernando I juró ante los estamentos del reino que mantendría y defendería los
Fueros, no actuaría contra ningún aragonés sin mandato judicial, conservaría
intacta la moneda jaquesa y guardaría la unidad de la Corona de Aragón, tal y
como había sido establecido por sus antecesores. A continuación, los
eclesiásticos, nobles, caballeros y procuradores de las ciudades le prestaron
juramento como su «señor y rey nuestro natural» al que debían «tener fidelidad
y observar obediencia». En el transcurso de las siguientes semanas, el monarca
juró preservar los Usatges de Cataluña y las Costumbres de Barcelona, y fue, a
su vez, reconocido como soberano por los
estamentos del principado. Estas ceremonias están lejos de ser
una rutina en la sucesión real y las que describimos aún lo son menos. Nos
muestran la voluntad del nuevo soberano de incardinarse en el modelo político
que se había forjado en la Corona en los ciento cincuenta años anteriores, un
modelo que otorgaba una particular importancia a la representación política de
las elites de los estados que configuraban la monarquía y que había conseguido
el suficiente consenso cívico para asegurar la supervivencia indemne de la
Corona en el transcurso de las crisis bélicas del siglo XIV y, especialmente,
de las difíciles circunstancias del Interregno. Sin embargo, Fernando hizo una
salvedad en su juramento: no aprobó en principio las concesiones hechas a cargo
del patrimonio real en los cincuenta años anteriores. Mostraba con ello su
decisión de romper con algunas de las prácticas más nocivas de la dinastía, que
habían sido denunciadas repetidamente por las Cortes en tiempos de Juan I y
Martín I, en particular la colusión entre el entorno real y ambiciosos hombres
de negocios en detrimento de los intereses generales. Es probable, no obstante,
que esta voluntad de despegarse de la parte menos edificante de la política
tradicional fuera una de las aspiraciones de amplias capas de la sociedad civil
que aclamaron sin reticencias a Fernando: un rey fuerte, con ideas claras,
capacidad demostrada y, lo que no es menos importante, un elevado sentido del
deber en el ejercicio de sus obligaciones. Desde su época de infante en
Castilla, Fernando había valorado profundamente la imagen que deseaba
transmitir a sus contemporáneos y a la posteridad, una imagen en la
que los valores caballerescos de la fidelidad, la justicia, la
contención y austeridad personales se unían a una fuerte creencia en su
excepcional destino y el de sus descendientes, todo ello matizado con una
cuidada propaganda que incluía la recuperación de la lucha contra el Islam y
una particular devoción de la Virgen como complementos esenciales.
Si el juramento supuso el primer hito del reinado, es
significativo que Fernando eligiera como segundo acto la investidura de los
reinos de Sicilia y Cerdeña, solicitada en Tortosa al papa a Benedicto XIII, a
quien reconocía la legitimidad pontificia en este momento. Esta donación como
feudo papal de las islas italianas cerraba un siglo de conflictos mediterráneos:
lo que un papa había negado a Pedro el Grande en 1283, un papa lo concedía al
nuevo monarca. Este gesto llevaba implícito el reconocimiento de que los
estados extrapeninsulares de la Corona eran parte decisiva del futuro político
que se dibujaba en 1412.
La afirmación dinástica en ambas islas y, apenas una veintena
de años después, en Nápoles, de la mano de Alfonso el Magnánimo, hizo que el
Mediterráneo occidental se convirtiera en un espacio de dominio hispánico
durante varios siglos.
El resto del breve periodo de mandato de Fernando I se
consumió en la guerra contra el conde de Urgell, que se negó a acatar el
resultado de Caspe y fue derrotado y aprisionado de por vida, en la reforma de
las instituciones municipales de Zaragoza, la evaluación de los bienes reales
y, finalmente, el matrimonio del heredero, Alfonso, con María de Castilla. Si a
estos aspectos añadimos la consolidación de las Diputaciones en Aragón y
Cataluña, tenemos no sólo un cuadro razonablemente completo de las decisiones
reales, sino, sobre todo, un panorama de las orientaciones que iba a seguir la
política de la Corona en los decenios siguientes.
En efecto, una de las líneas directrices de la actuación de la
monarquía durante el resto del siglo la constituyó el intento de organizar los
gobiernos municipales de forma que se atenuaran los desgarros delos patriciados
de las ciudades aragonesas, catalanas y valencianas, sacudidos por feroces
luchas de bandos agravadas durante el Interregno, sin ceder un ápice de la
autoridad real. La tentativa de recuperar los señoríos, tierras y rentas
perdidos durante la tormenta perfecta del siglo XIV, cedidos a cambio de dinero
para sostener el esfuerzo militar, fue del mismo modo un componente fundamental
de la política dinástica.
Se plasmó en la demanda de dinero a las Cortes para fortalecer
el crédito de la monarquía, pero también en el estímulo de un sentimiento
general en el cuerpo cívico del reino, fundado en una defensa de los vasallos
de señorío y los payeses de «remensa», que forjó una alianza de las clases
rurales aragonesas y catalanas con Fernando y sus sucesores, lo que traería
graves problemas para la corona en la segunda mitad de la centuria. A
diferencia de lo que sucedió en Cataluña, donde la organización definitiva de
la Diputación del General o Generalitat no fue suficiente para anudar el buen
entendimiento entre Fernando I y los grupos dirigentes del principado, los
pasos que en este sentido se dieron en Aragón fueron, probablemente, decisivos
en la adhesión de la clase política a reyes de temperamentos tan diversos como
Alfonso V o Juan II. Merece la pena detenerse un segundo en valorar la
trascendencia de la creación de estas instituciones. Surgidas como la
cristalización de un procedimiento frecuente en las reuniones de Cortes, nombrar
diputados para negociar acuerdos concretos, las Diputaciones adquieren a
principios del siglo XV competencias en materia fiscal, de protección de los
derechos legales de los súbditos -de ahí el nombre de «General» de Aragón o
«Generalitat» de Cataluña, con el sentido de la totalidad de los habitantes, y,
por tanto, de representación política en el sentido medieval del término. Es
innecesario
subrayar la profunda originalidad de estas instituciones, que
comparten el poder político y ejecutivo con los monarcas durante el resto del
siglo y solamente se desvirtúan progresivamente en el mundo de los Austrias.
Por último, la decisión de amarrar los lazos con Castilla
mediante el matrimonio de su heredero con la hermana del rey Juan II indica una
vía por la que transitó la política exterior de la Corona hasta culminar en
1469 con el matrimonio de Isabel y Fernando y la instauración de la monarquía
hispánica. Una política que osciló entre la intervención en los asuntos
internos castellanos, a través de los famosos «infantes de Aragón», los
enfrentamientos armados –más bien en forma de grandes paradas militares que
otra cosa– y una interacción económica, social y cultural crecientes que
abrieron paso para la unión dinástica del último cuarto del siglo.
Más allá de la apertura de horizontes que se inicia con la
resolución de Caspe y hemos intentado reseñar rápidamente, el Compromiso se
inscribe en el marco de una cultura política que en modo alguno puede sernos
ajena. Repasemos algunos de los aspectos significativos, que se desprenden de
los discursos, las cartas y los debates que se cruzaron en los Parlamentos y
que encuentran su expresión más sintética en el pergamino que editamos. La idea
de que la persona del rey es independiente de la corona, que tiene su propia personalidad
jurídica, una corona compuesta por un cuerpo político que integra a todos los
ciudadanos y súbditos, que forman una «comunidad política» dotada de derechos,
subyace en estas fuentes.
Entre los derechos que asisten legítimamente a la comunidad
política del reino figuran la justicia y la ley, que no dependen de la voluntad
real, sino que son inherentes a la ley natural que debe regir también a los
reyes. Al escudriñar atentamente los derechos de los candidatos al trono para
encontrar al rey verdadero -no para elegirlo-, los compromisarios, y con ellos
sus electores parlamentarios, estaban defendiendo la resolución de un conflicto
fundamental mediante el Derecho, la suma de las leyes por las que se gobernaba
esa comunidad política. Lo hicieron mediante la designación de personas que
representaban en los Parlamentos al cuerpo cívico de la corona que, a su vez,
nombraron a sus propios representantes y les entregaron poderes para completar
la investigación que habían iniciado. Esta noción de representación es capital
para comprender el alcance del Compromiso. Es cierto que quienes estuvieron en
Alcañiz, Tortosa o Traiguera no habían sido elegidos por ningún procedimiento
que podamos considerar democrático, pero -y sus discursos lo reiteran hasta la
saciedad- compartían la firme creencia de que su legitimidad se basaba en el
servicio al bien público, a la «res publica», al «General» del reino, desde una
perspectiva en la que la tradición clásica, especialmente Cicerón tenía un
considerable peso. Al ajustar su actuación a pautas jurídicas, al establecer
los límites de su capacidad de intervenir exclusivamente atender al mejor
derecho de los pretendientes, los miembros de los Parlamentos estaban
sometiéndose a sí
mismos al imperio de la ley.
En la misma época, la celebración del concilio de Constanza,
que perseguía
cerrar el Cisma de la Iglesia mediante procedimientos
parecidos, muestra que el Compromiso no fue una rareza y se insertaba en un
pensamiento político cada vez más difundido, el que hacía del estado una
institución destinada a proteger la paz y la justicia. Por último, la
«fraternal unidad» a la que aluden repetidamente los Parlamentos catalán y
aragonés en sus cartas mutuas y con relación a los valencianos como un valor
esencial recuerda que los pactos que sellaron el Compromiso se gestaron en una
atmósfera de violencia latente -y, en ocasiones, abierta- pero siempre con un
profundo respeto recíproco entre los dirigentes de ambas instituciones y una
generosa voluntad de concordia.
COMPROMISO DE CASPE Y EL REY FERNADO I DE ARAGÓN
Este trabajo se debe a la Iniciativa del Gobierno de Aragón y
los profesores José Ángel Sesma Muñoz, Carlos Laliena Corbera, Cristina
Monterde Albiac, recogido en su obra:
“En el sexto centenario de la Concordia de Alcañiz y del
Compromiso de Caspe”
Patrocinado por Gobierno de Aragón Edición “on line”
El sábado 3 de septiembre de 1412, en la Seo de Zaragoza,
Fernando I juró ante los estamentos del reino que mantendría y defendería los
Fueros, no actuaría contra ningún aragonés sin mandato judicial, conservaría
intacta la moneda jaquesa y guardaría la unidad de la Corona de Aragón, tal y
como había sido establecido por sus antecesores. A continuación, los
eclesiásticos, nobles, caballeros y procuradores de las ciudades le prestaron
juramento como su «señor y rey nuestro natural» al que debían «tener fidelidad
y observar obediencia». En el transcurso de las siguientes semanas, el monarca
juró preservar los Usatges de Cataluña y las Costumbres de Barcelona, y fue, a
su vez, reconocido como soberano por los
estamentos del principado. Estas ceremonias están lejos de ser
una rutina en la sucesión real y las que describimos aún lo son menos. Nos
muestran la voluntad del nuevo soberano de incardinarse en el modelo político
que se había forjado en la Corona en los ciento cincuenta años anteriores, un
modelo que otorgaba una particular importancia a la representación política de
las elites de los estados que configuraban la monarquía y que había conseguido
el suficiente consenso cívico para asegurar la supervivencia indemne de la
Corona en el transcurso de las crisis bélicas del siglo XIV y, especialmente,
de las difíciles circunstancias del Interregno. Sin embargo, Fernando hizo una
salvedad en su juramento: no aprobó en principio las concesiones hechas a cargo
del patrimonio real en los cincuenta años anteriores. Mostraba con ello su
decisión de romper con algunas de las prácticas más nocivas de la dinastía, que
habían sido denunciadas repetidamente por las Cortes en tiempos de Juan I y
Martín I, en particular la colusión entre el entorno real y ambiciosos hombres
de negocios en detrimento de los intereses generales. Es probable, no obstante,
que esta voluntad de despegarse de la parte menos edificante de la política
tradicional fuera una de las aspiraciones de amplias capas de la sociedad civil
que aclamaron sin reticencias a Fernando: un rey fuerte, con ideas claras,
capacidad demostrada y, lo que no es menos importante, un elevado sentido del
deber en el ejercicio de sus obligaciones. Desde su época de infante en
Castilla, Fernando había valorado profundamente la imagen que deseaba
transmitir a sus contemporáneos y a la posteridad, una imagen en la
que los valores caballerescos de la fidelidad, la justicia, la
contención y austeridad personales se unían a una fuerte creencia en su
excepcional destino y el de sus descendientes, todo ello matizado con una
cuidada propaganda que incluía la recuperación de la lucha contra el Islam y
una particular devoción de la Virgen como complementos esenciales.
Si el juramento supuso el primer hito del reinado, es
significativo que Fernando eligiera como segundo acto la investidura de los
reinos de Sicilia y Cerdeña, solicitada en Tortosa al papa a Benedicto XIII, a
quien reconocía la legitimidad pontificia en este momento. Esta donación como
feudo papal de las islas italianas cerraba un siglo de conflictos mediterráneos:
lo que un papa había negado a Pedro el Grande en 1283, un papa lo concedía al
nuevo monarca. Este gesto llevaba implícito el reconocimiento de que los
estados extrapeninsulares de la Corona eran parte decisiva del futuro político
que se dibujaba en 1412.
La afirmación dinástica en ambas islas y, apenas una veintena
de años después, en Nápoles, de la mano de Alfonso el Magnánimo, hizo que el
Mediterráneo occidental se convirtiera en un espacio de dominio hispánico
durante varios siglos.
El resto del breve periodo de mandato de Fernando I se
consumió en la guerra contra el conde de Urgell, que se negó a acatar el
resultado de Caspe y fue derrotado y aprisionado de por vida, en la reforma de
las instituciones municipales de Zaragoza, la evaluación de los bienes reales
y, finalmente, el matrimonio del heredero, Alfonso, con María de Castilla. Si a
estos aspectos añadimos la consolidación de las Diputaciones en Aragón y
Cataluña, tenemos no sólo un cuadro razonablemente completo de las decisiones
reales, sino, sobre todo, un panorama de las orientaciones que iba a seguir la
política de la Corona en los decenios siguientes.
En efecto, una de las líneas directrices de la actuación de la
monarquía durante el resto del siglo la constituyó el intento de organizar los
gobiernos municipales de forma que se atenuaran los desgarros delos patriciados
de las ciudades aragonesas, catalanas y valencianas, sacudidos por feroces
luchas de bandos agravadas durante el Interregno, sin ceder un ápice de la
autoridad real. La tentativa de recuperar los señoríos, tierras y rentas
perdidos durante la tormenta perfecta del siglo XIV, cedidos a cambio de dinero
para sostener el esfuerzo militar, fue del mismo modo un componente fundamental
de la política dinástica.
Se plasmó en la demanda de dinero a las Cortes para fortalecer
el crédito de la monarquía, pero también en el estímulo de un sentimiento
general en el cuerpo cívico del reino, fundado en una defensa de los vasallos
de señorío y los payeses de «remensa», que forjó una alianza de las clases
rurales aragonesas y catalanas con Fernando y sus sucesores, lo que traería
graves problemas para la corona en la segunda mitad de la centuria. A
diferencia de lo que sucedió en Cataluña, donde la organización definitiva de
la Diputación del General o Generalitat no fue suficiente para anudar el buen
entendimiento entre Fernando I y los grupos dirigentes del principado, los
pasos que en este sentido se dieron en Aragón fueron, probablemente, decisivos
en la adhesión de la clase política a reyes de temperamentos tan diversos como
Alfonso V o Juan II. Merece la pena detenerse un segundo en valorar la
trascendencia de la creación de estas instituciones. Surgidas como la
cristalización de un procedimiento frecuente en las reuniones de Cortes, nombrar
diputados para negociar acuerdos concretos, las Diputaciones adquieren a
principios del siglo XV competencias en materia fiscal, de protección de los
derechos legales de los súbditos -de ahí el nombre de «General» de Aragón o
«Generalitat» de Cataluña, con el sentido de la totalidad de los habitantes, y,
por tanto, de representación política en el sentido medieval del término. Es
innecesario
subrayar la profunda originalidad de estas instituciones, que
comparten el poder político y ejecutivo con los monarcas durante el resto del
siglo y solamente se desvirtúan progresivamente en el mundo de los Austrias.
Por último, la decisión de amarrar los lazos con Castilla
mediante el matrimonio de su heredero con la hermana del rey Juan II indica una
vía por la que transitó la política exterior de la Corona hasta culminar en
1469 con el matrimonio de Isabel y Fernando y la instauración de la monarquía
hispánica. Una política que osciló entre la intervención en los asuntos
internos castellanos, a través de los famosos «infantes de Aragón», los
enfrentamientos armados –más bien en forma de grandes paradas militares que
otra cosa– y una interacción económica, social y cultural crecientes que
abrieron paso para la unión dinástica del último cuarto del siglo.
Más allá de la apertura de horizontes que se inicia con la
resolución de Caspe y hemos intentado reseñar rápidamente, el Compromiso se
inscribe en el marco de una cultura política que en modo alguno puede sernos
ajena. Repasemos algunos de los aspectos significativos, que se desprenden de
los discursos, las cartas y los debates que se cruzaron en los Parlamentos y
que encuentran su expresión más sintética en el pergamino que editamos. La idea
de que la persona del rey es independiente de la corona, que tiene su propia personalidad
jurídica, una corona compuesta por un cuerpo político que integra a todos los
ciudadanos y súbditos, que forman una «comunidad política» dotada de derechos,
subyace en estas fuentes.
Entre los derechos que asisten legítimamente a la comunidad
política del reino figuran la justicia y la ley, que no dependen de la voluntad
real, sino que son inherentes a la ley natural que debe regir también a los
reyes. Al escudriñar atentamente los derechos de los candidatos al trono para
encontrar al rey verdadero -no para elegirlo-, los compromisarios, y con ellos
sus electores parlamentarios, estaban defendiendo la resolución de un conflicto
fundamental mediante el Derecho, la suma de las leyes por las que se gobernaba
esa comunidad política. Lo hicieron mediante la designación de personas que
representaban en los Parlamentos al cuerpo cívico de la corona que, a su vez,
nombraron a sus propios representantes y les entregaron poderes para completar
la investigación que habían iniciado. Esta noción de representación es capital
para comprender el alcance del Compromiso. Es cierto que quienes estuvieron en
Alcañiz, Tortosa o Traiguera no habían sido elegidos por ningún procedimiento
que podamos considerar democrático, pero -y sus discursos lo reiteran hasta la
saciedad- compartían la firme creencia de que su legitimidad se basaba en el
servicio al bien público, a la «res publica», al «General» del reino, desde una
perspectiva en la que la tradición clásica, especialmente Cicerón tenía un
considerable peso. Al ajustar su actuación a pautas jurídicas, al establecer
los límites de su capacidad de intervenir exclusivamente atender al mejor
derecho de los pretendientes, los miembros de los Parlamentos estaban
sometiéndose a sí
mismos al imperio de la ley.
En la misma época, la celebración del concilio de Constanza,
que perseguía
cerrar el Cisma de la Iglesia mediante procedimientos
parecidos, muestra que el Compromiso no fue una rareza y se insertaba en un
pensamiento político cada vez más difundido, el que hacía del estado una
institución destinada a proteger la paz y la justicia. Por último, la
«fraternal unidad» a la que aluden repetidamente los Parlamentos catalán y
aragonés en sus cartas mutuas y con relación a los valencianos como un valor
esencial recuerda que los pactos que sellaron el Compromiso se gestaron en una
atmósfera de violencia latente -y, en ocasiones, abierta- pero siempre con un
profundo respeto recíproco entre los dirigentes de ambas instituciones y una
generosa voluntad de concordia.