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Siempre he leído periódicos, afición cuya huella sitúo en la
adolescencia. La lectura de los diarios siempre me ha parecido
instructiva y, en la mayoría de los casos, estimulante de las tres
potencias de las que habla Cela. Esto es, la memoria para recordar
bonanzas y calamidades, el entendimiento para saber de qué va la cosa y,
finalmente, la voluntad para vencer el tedio y la holganza. De un
tiempo a esta parte, sin embargo, las lecturas de los diversos medios de
comunicación escritos en papel han perdido su poder de convocatoria.
El poder, ya lo sabemos de siempre, elige a sus cuadras informativas
por simpatía ideológica. Reconozco que la autoridad es algo molesta,
porque está siempre recordando que sabe más que tú. Pero es la más
eficaz forma de aprendizaje. Antaño, el periodismo ejercía de autoridad,
de poder, de ajustar cuentas contra los desaguisados. Hoy, sin embargo,
uno de sus problemas más significativos es que mece al gran público en
el zumo de la autocomplaciencia. El periodismo se limita a unas
informaciones planas, chatas, sin jugo, si un tiempo fuertes ya
desmoronadas.
“¿Quién puede crear un periódico de difusión nacional, o local, sin
un considerable capital de apoyo?”, se pregunta el convergente Juan
Manuel Aragüés. Y razona: “La comunicación está en manos de los grandes
capitales, bancos y empresas, que son los accionistas mayoritarios de
nuestras uniformadas televisiones, radios y periódicos. Lo mismo que el
voto en el siglo XIX era un voto censitario, es decir, se votaba si se
tenía un determinado nivel de renta, en nuestra presunta democracia es
la comunicación la que se halla sometida a los niveles de renta. Cuanto
más posees, más puedes comunicar e ‘in-formar’ (es decir, dar forma
ideológica) a la población. Por eso, la libertad de expresión y de
información es uno de los grandes mitos de nuestras democracias
formales”.
Luego están las informaciones desde las oficinas de prensa de los
ministerios estratégicos que aparecen para contrarrestar, matizar,
ocultar la realidad. Son ejercicios de despiste, escaramuzas diseñadas
por los aparatos de (in)comunicación social, con el fin de alterar la
atención sobre lo importante, desmontar cualquier atisbo de mensaje que
escape del insufrible no pensamiento imperante y que aparecen, digo, de
muchas formas, espontáneas o manufacturadas. Unos aparatos de
manipulación, al fin y al cabo, para una mayoría de ciudadanos que creen
incultos y políticamente desarmados.
La separación de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), tan
necesarios en los regímenes democráticos, están siendo secuestrados por
los dos grandes partidos políticos, debido, sin duda, a la baja
capacitación intelectual y moral de las personas que regentan los grupos
parlamentarios del país. Este problema fundamental, decisivo, incita a
que el poder económico (bancos y grandes empresas) acapare el poder del
estado con el control de los partidos políticos. ¿Y dónde queda el favor
del otrora llamado cuarto poder? Desgraciadamente, el poder político
corrompido y el poder económico están ya al asalto y cautiverio del
cuarto para evitar las protestas. Los diarios solo recogen pequeñas
denuncias, solo picotean el problema, no lo diseccionan y no lo
presentan al pueblo con la realidad necesaria para que la calle
reaccione y ponga fin a esta locura política.
La prensa ya no se caracteriza por la lucha desigual contra el poder
mal empleado y el poder corrupto, y la inmundicia se está extendiendo
entre los medios, irreversiblemente. Es de sociedad débil y decadente
valorar el trabajo de las personas por supuesta simpatía o antipatía: es
demagógico, populista y pueril. Habría que recordar que la humanidad no
avanza sin talento y que ser simpático es lo de menos. Habría que
reconocer y respetar el talento por encima del partidismo más mezquino.
Quizá seríamos más felices si disfrutáramos de la calidad de los
nuestros sin acritud y sin complejos, y asumiéramos que el periodismo
está por encima de cualquier manipulación. Al César lo que es del César y
siempre con alegría. Honor y gloria a los que hacen que brille el sol
del periodismo cada día.
Sin embargo, ya no siento el periodismo de la misma manera cada vez
que necesito un rearme emocional y estético frente a la zafia vulgaridad
de la vida corriente. Ya no me ayuda a recobrar la calma y a disfrutar
de la hermosa banalidad de una existencia lenta y sin pretensiones,
apacible y sin tambores, como eran nuestras vidas cuando solo los
muertos miraban la hora. No. Decididamente, ya no es lo mismo. Y si en
una época no había el control de la información que hay ahora, en la
actualidad hay mucha más permisividad en los temas que tratan en la
prensa. Y los periodistas no saben aprovecharla. O no se quieren
enterar, por decirlo con la canción.
Ser periodista nunca ha sido fácil y ahora menos que nunca. La crisis
deja al descubierto la catadura infame de quienes consideran el
periodismo -que se nos va por el escotillón de la quiebra- como un
negocio, solo como un negocio y nada más. La tragedia del sector de la
prensa ha sido su incapacidad de colonizar la red. Estamos ante el
principio del fin del papel impreso. Un crepúsculo que se acelera con
cada medida de ahorro en los diarios, que reducen su calidad y así
fuerzan la pérdida de más lectores. Algún rey del mambo anda desnudo
ahora mismo por los territorios de la crisis mediática. Es lo que pasa
cuando la realidad surge con fiereza y se come en uno, dos, tres bocados
una imagen construida ficticiamente en los tiempos de bonanza. Aquel
periodismo en el que las redacciones hervían de humo, de seres turbios,
de tipos capaces de vender a su madre o a su hermana por firmar en
portada ha desaparecido. Muchos de los periodistas que ahora se ven son
funcionarios que solo manejan notas de prensa y Google. El periodismo
independiente está desapareciendo, si no ha muerto ya.
¿Qué pueden hacer los periodistas para evitar una decadencia
absoluta? Por una parte, la culpa la tienen las empresas y su obsesión
por los recortes de gastos. Por otra, los periodistas se han vuelto
vagos, no hacen su trabajo. Si nos fijamos bien, antes de la invasión de
Irak, los medios de comunicación repitieron una y otra vez las
consignas del gobierno. Decididamente, la realidad no es la que
presentan los medios. Tras cualquier acción, la realidad cambia, y desde
esa nueva realidad se debe operar. Obviarla, ineludiblemente, es
autoengañarse. Aceptarla sin más, aunque pese, es rendirse ante la
maquinaria de un poder superior que no necesita de más explicaciones
para decidir que su inspiración divina o la que le llega desde una
realidad que puede ser muy mal interpretada o manipulada sin más. En
realidad, nunca se sabe cuándo se habla de la realidad o de la ilusión
de la realidad. De una convención o de una conveniencia.
Si la prensa en papel, al final, muere, habría que morir con las
botas puestas. El luto prescribe que los vivos han de llorar a los
muertos, pero lo ético sería lo contrario. Son los vivos, efectivamente,
los necesitados de consuelo, y no hay mayor consuelo que el mal de
muchos, que viene a ser el envés de la envidia, el negativo de una foto
en la que todos salimos retratados. Y feos.
Pero como siempre –o casi siempre- hay que mirar el lado bueno de la
vida, aunque duela, porque todo lo que importa duele, habría que seguir
la receta de Woody Allen en su discurso de los graduados: “Nos faltan
líderes y carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva en el cosmos.
Por suerte, no hemos perdido el sentido de la proporción. Y si el futuro
ofrece grandes oportunidades, también puede ocultar peligrosas trampas.
Así que todo el truco está en esquivar las trampas, aprovechar las
oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde”. Pues
eso.
Carlos Calvo
Carlos Calvo
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